miércoles, 6 de junio de 2007

Del Principio al Fin…

“La angustia es el vértigo de la libertad”
Soren Kierkegaard

Explicar el origen de una creación colectiva es una tarea bastante complicada. No obstante los intentaré enlazando algunos eslabones que nos guiarán al punto de partida (¿o de llegada?)
Sabemos que la totalidad es más que la suma de las partes. Y así fue en este proceso de creación en el cual los aportes de cada uno de los actores y directores-dramaturgos fueron retroalimentándose constantemente, modelando una masa amorfa de ideas, imágenes y textos primigenios de los cuales surgió como de entre las tinieblas y casi sin darnos cuenta la obra familiar.
El punto disparador fue la versión de Jean Anouhil de Antígona, que tocó en los más profundo de mi ser, por motivos muy personales.
La obra fascina por esa fuerza implosiva que surge en cada silencio, en el clima tenso que reina en la casa de esa pequeña muchacha de pelos despeinados y ojos desorbitados. Qué adolescente no abrigó el deseo inconfesable de querer ser una joven valiente y romántica capaz de dar su vida por algo deseado.
En la confusión adolescente -y también tal vez porque es necesario distanciarse de las cosas para poder verlas claramente- no vislumbré ni por casualidad que lo que me atraía tanto de la obra era que yo misma estaba viviendo esa historia escrita originalmente hace miles de años. Tuvo que correr mucha agua bajo el puente, como se dice, para entender que esa tragedia también era mía.
Esa historia que parecía demasiado fantástica como para ser real, terminó siendo demasiado real para ser fantástica.
El paso del tiempo nos bendice con la claridad que da la distancia. Y el teatro permite extirpar algunos males anclados como estacas en nuestro cuerpo. El teatro puede ser un acto catártico, además de artístico, claro.
La mayoría de las familias funcionan normalmente. Sin embargo, las situaciones extremas hacen que las personas se escondan detrás de máscaras que se inventan. Y todo comienza a mutar silenciosamente, mientras nos invaden y rodean silencios de hospital, internaciones, jeringas, sábanas blancas, recuperaciones y nuevas recaídas.
Los ojos adolescentes -que deberían revelarse ante el mundo heredado para crear uno propio- actúan sumisamente y de manera mecánica porque no hay tiempo para reflexionar sobre lo que estamos perdiendo.
Hacerse cargo de un enfermo, o a un desterrado, pueden sumirnos en una oscuridad que nos impide ver qué está pasando dentro nuestro. Pero ni siquiera nos damos cuenta de eso. Entonces uno sigue, creyendo que está seguro, que el camino es por ahí por donde está marcado.
Pero un día llega el fin. La muerte aunque esté anunciada siempre llega de golpe, siempre es abrupta; nunca estamos realmente preparados.
Y después, nada.
“En este estado hay paz y reposo; pero también hay otra cosa, por más que ésta no sea guerra ni combate, pues sin duda que no hay nada contra lo que luchar. ¿Qué es entonces lo que hay? Precisamente eso: ¡nada! Y ¿qué efectos tiene la nada? La nada engendra angustia.”[1]
La relación con la muerte es tan impersonal e individual al mismo tiempo que aterra. Uno se cree único -y en cierta medida lo es- y sin embargo, al final, morimos -antes o después- siempre.
En un primer momento, la muerte es liberación. A veces es implosión, derrame interno. Cuando todavía no puede decirse nada, el clima de muerte ensombrece aún más las paredes de la casa. Los objetos recuerdan cada momento de agonía. Nada trae un recuerdo alegre. Todos los gestos, las palabras, los silencios conducen al recuerdo del ausente. Las miradas se cruzan frías, acusadoras. Hay buenos y malos. Culpables y negadores. Sin palabras, el juicio comienza. No hay jueces: todos son acusadores y acusados. Y la lucha puede terminar en una guerra silenciosa que liquide sin piedad a los sobrevivientes del naufragio.
Entonces, por miedo a no poder soportar el dolor se construye un dique que impide que el agua fluya. Y el agua que corre limpia. Pero el miedo al naufragio paraliza, profundizando el silencio y el aislamiento. Cubrimos las heridas con vendas que no dejan respirar; se llenan de gusanos, de humedad y nunca cicatrizan.
La soledad es el estado natural del hombre. Estamos solos. Siempre. Comunicarse realmente es muy difícil. Nada puede hacerse cuando una persona decidió dejarse morir. Cada persona tiene la muerte que busca -consciente o inconscientemente-. “Quien quiere vivir, vive; se arrastra, pero vive”, dice la 'Muerte' en 300 millones de Roberto Arlt.
Pero cuando se está viviendo en carne propia una tragedia la incomunicación se hace impenetrable y la máscara nos deforma cada vez más. Nos aislamos hasta de nosotros mismos para sufrir menos. Es un acto reflejo, simplemente. No hay culpables, es instintivo.
Es difícil trasmitir lo que se siente frente a la muerte. La angustiosa presión del puño cerrado apretando la tierra que enterrará a un cuerpo –¿y el alma?- al que se le dio todo. El sonido de la tierra húmeda contra la madera seca del cajón. La gente alrededor mirando, como en un teatro, esperando algo de nosotros; y nosotros sólo lágrimas, sólo silencio en los oídos huecos. Dan ganas de encerrarse en una soledad indolente.
Y sin embargo se miente. Y volvemos al trajín cotidiano creyendo que todo es una cuestión de tiempo. Pero el tiempo no cura todo.
El dolor genera aislamiento. Dan ganas de entregarse y dejar de sufrir. Pero sin embargo seguimos…
Pero seguimos solos.
Y es necesario comunicar el dolor, para que se desprenda de uno. Aunque duela, aunque sangre, aunque sea difícil trasmitir las imágenes. Es necesario escupir el dolor para no seguir muriendo. Y esto es familiar. Ni más ni menos.

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